La historia de la humanidad fue construyéndose a base de mitos y realidades. El fútbol llegó al país como un entretenimiento que los propios ingleses traían consigo: una pelota con forma de vejiga de vaca y un par de piedras para demarcar los arcos. El arribo del ferrocarril propició el ingreso de más británicos que fundaron colegios para la educación de sus hijos.
El 28 de septiembre de 1918, mientras el amateurismo hacía de las suyas, el mundo de los mortales le dio la bienvenida a Ángel Labruna, una persona astuta, rápida, delantero letal, con un físico imponente, baluarte exponencial para un club que necesitó de sus servicios con el fin de atrapar los torneos oficiales de AFA que llegaron para quedarse.
El gran Amadeo Carrizo contó una vez que compartió un encuentro con otras glorias del fútbol. Allí recordaron las innumerables anécdotas que tuvieron con Labruna. En ese momento un niño escuchó atentamente la conversación. Corrió hacia su abuelo y le preguntó: “¿Quién fue Labruna?” A lo que éste le contestó como “una persona enviada por Dios para proteger a River”. El chico quedó asombrado por su respuesta y volvió a preguntarle: “¿Es un ángel?” En ese momento el hombre mayor lo miró detenidamente y le dijo: “Así es... un verdadero Ángel del fútbol”.
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Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, el propio Labruna y Félix Lousteau fueron los responsables de una delantera demoledora, capaces de haber dejado una huella imborrable en la vida del universo “riverplatense”. Como si integraran una lista de asistencia de un colegio primario, los cinco nunca faltaron a clases y manejaron la famosa “Máquina de River” que arrolló a cualquier rival que se le cruzó por el camino. Su técnico, Carlos Peucelle, era un abominado de la táctica y siempre creyó que la mejor enseñanza para su equipo era la del “1-10”. es decir, un arquero y diez delanteros.
Tal vez “Angelito” no se imaginaba semejante destino. Tal vez jamás pensó ser tocado por la barita mágica como un elegido más para aportar con su pie derecho las innumerables glorias que River sembró a lo largo de la década del 40 y gran parte del 50. Mucho menos esperó tener ese contacto con los hinchas enfermos, que vivían adentro del club y que eran capaces de dejar a sus familias para verlo jugar a él.
Su casa era River. Allí creció humana y futbolisticamente. No se cansó de jugar hasta ser aceptado. Tampoco le importó transpirar la camiseta que tanto amó, ese símbolo de un sacrificio soñado, ese amor único e inigualable por el cual se enamoró perdidamente. Por River lloró y gritó hasta quedarse sin voz.
Sus ojos nunca se cansaron de focalizar el arco rival como un objetivo primario para perfeccionar su técnica. Siempre se preocupó por ser mejor que su ídolo, Bernabé Ferreyra. Cuentan algunos ex-empleados del club de Nuñez que lo vieron entrenar largas horas en el glorioso Monumental. Hacía “jueguitos” con la pelota, saboreaba patear los tiros libres y hasta tenía un pique acelerado, una velocidad que dejaba a todos detrás y un remate colosal en mitad de la carrera hacia el arco que marcó un estilo personal. Sudaba como loco, pero jamás dejó su orgullo de tener dos piernas privilegiadas.
Gracias a esta virtud, “angelito” ayudó a River a conseguir nueve campeonatos locales, siete copas nacionales y hasta se dio el lujo de ser dos veces el máximo goleador de la Primera División: la primera fue en 1943 con veintitres goles, mientras que en 1945 lo hizo con veinticinco. Con la “Banda” participó en 533 partidos y anotó 315 tantos, convirtiéndose así en uno de los artilleros mas importante en la historia del profesionalismo.
Aquellos que lo vieron jugar, dicen que cuando Ángel ingresaba a la cancha, evitaba por sobre toda las cosas tener contacto con la raya de cal. Luego llevaba la pelota atada en sus pies, se dirigía al área y convertía un gol imaginario que muchas veces traspasó a la realidad.
Pero también Labruna fue muy polémico a través del habla. Sus palabras escupían veneno por la boca. El “Pato” Filliol se sintió amenazado cuando “El Feo” (tal como lo apodaban sus amigos) le dijo que lo iba a cagar a trompadas si no firmaba para River. Si hacían lo que él que pedía se mostraba feliz, incluso cuando ganaba, pero en las derrotas no le gustaba perder, ni tampoco disimulaba su tristeza. Era un hincha más y para nada ocultaba su grandeza en las buenas.
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En reiteradas ocasiones mostró su desprecio hacia el clásico rival: “Si yo dirigiera a Boca, me iría al descenso, pierdo todos los partidos”. Enrique Sívori contó una vez que juntos jugaron la final del campeonato argentino de 1955 en la cancha de Boca. En la primera rueda River había perdido 4 a 0 y estaban convencidos de que la historia se repetiría pero de local. Antes de salir del túnel, los jugadores “xeneixes” le mostraron los cuatro dedos de la mano como cargándolos por la derrota. En ese momento se acercó Labruna y le dijo a Sívori: “No le des bola que los dedos se lo van a meter en el culo”. Al principio River perdía 1 a 0, pero con empuje y mucha furia logró revertir la situación gracias a los tantos del propio “angelito” y de Zárate.
El desastre mundial de Suecia '58 y su posterior regreso al país, en medio de una lluvia de monedas que los argentinos le tiraban por la pésima performance física, lo motivó a recapacitar su carrera. Tras su paso por Talleres de Córdoba, en 1960 jugó para Platense donde posteriormente colgó los botines en su habitación ganándose así unos aplausos generalizados.
Los lazos familiares fueron tan fuertes que sólo la pérdida importante de un ser querido sirvió como barrera para romper una jugada. Su hijo menor, Omar, contó que su padre tras casarse con su madre, Ana, tuvieron que soportar un duro golpe para sus vidas. La muerte su hermano, Ángel Daniel, víctima de lupus, lo dejó al borde de una depresión cuya salida era incierta.
A pesar de aquella desgracia, Labruna, ya con el buzo de entrenador puesto ajustadamente, juntó fuerza para salir adelante y consiguió su primer título desde el banco de suplentes, cuando Rosario Central derrotó 2 a 1 a San Lorenzo y se adueñó del campeonato Nacional en 1971. Después de pasar por Chacarita y Excursionistas, su sabiduría se vio reflejada en su regreso triunfal a River. La sequía de 18 años sin salir campeón quedó restaurada con ese grito sagrado, una promesa cumplida por él apenas firmó su contrato.
Los hinchas “millonarios” le debieron la vida no sólo por haberlos sacado victoriosos de ese torneo tan sufrido, sino por las vivencias y las enseñanzas que él dejó a lo largo de su carrera. Su reconocimiento fue gigantesco y se generalizó porque realmente Ángel Labruna fue un verdadero sinónimo de crack, una persona que pese a su verborragia, a sus calenturas y a sus polémicas siempre estuvo al servicio del fútbol.
Hace 30 años que un nuevo ángel está en el cielo. Su repentina muerte a los 64 años en los brazos de su hijo, Omar, y ante la desesperada mirada de Filliol, inauguró un vuelo sin retorno al mundo de la inmortalidad. Su imagen quedó reflejada en el brillo de una estrella “riverplatense”, que ilumina el Monumental todas las noches. Esa que acompaña al equipo a donde vaya a jugar. Esa que le da la energía necesaria para transitar los momentos buenos y malos. Labruna fue una persona que pesó mas su compromiso por el club que la relación con sus afectos; fue el precursor de un estilo único e inapelable. Fue un pícaro, un padre protector y por sobre toda las cosas fue un verdadero hincha de River. CR |